El expresidente egipcio Hosni Mubarak, obligado a renunciar al poder el pasado 11 de febrero, cumplió ayer 83 años postrado en una cama de hospital, custodiado por policías y ya sin esperanza de fundar una dinastía, con sus dos hijos en la cárcel y pendiente de un juicio que podría llevarle a la horca.
El octogenario Mubarak gobernó con mano firme los designios de los más de 80 millones de egipcios desde 1981. 29 años en los que se mantuvo impertérrito, intentando disimular hasta el último momento su avanzada edad, con su siempre teñido pelo negro, y la dureza de su régimen, con una democracia de cartón piedra.
Sin embargo, en 18 días todo se vino abajo.
Entre el 25 de enero y el 11 de febrero, una ola de protestas populares le obligaron, primero, a prometer que no volvería a presentarse para una nueva legislatura, después, a asegurar que su hijo Gamal no intentaría sucederle en el poder y, finalmente, a dejar las riendas del país en manos de una junta militar.
Desde entonces, reside en la localidad turística de Sharm el Sheij, en la península del Sinaí, donde el pasado día 12 de marzo fue ingresado tras sufrir una crisis cardiaca durante un interrogatorio relacionado con su supuesto enriquecimiento ilegal y con la muerte de manifestantes.
El ministro de Justicia egipcio, Abdel Aziz el Guendi, aseguraba la semana pasada que no descartaba que el expresidente pudiera ser condenado a muerte si fuera encontrado culpable de la muerte de ciudadanos durante las protestas.
Desde la cama del hospital, donde espera recuperarse para ingresar en prisión mientras continúan las investigaciones, ha visto como en Egipto se sucedían precipitadamente situaciones inimaginables durante su largo mandato.
Sus dos hijos, Gamal, aupado durante los últimos años para convertirse en el sucesor al frente de la república y Alá, un impoluto hombre de negocios alejado de la política, están ahora en la prisión cairota de Tora investigados por corrupción.
En ese mismo presidio, por el que durante décadas pasaron numerosos disidentes políticos, esperan juicio, junto a Gamal y Alaa, las principales figuras del régimen y los hombres de confianza del rais.
Safuat al Sharif, secretario general del todopoderoso y ya disuelto Partido Nacional Democrático, Fathi Surur, presidente de la cámara baja del Parlamento o Zakaria Azmi, jefe del gabinete de la Presidencia, son algunas de las grandes figuras cuyas caídas siguieron a la de Mubarak.
Desde su forzado retiro, el expresidente ha sido testigo, además, de cómo los egipcios quemaron sus imágenes y pidieron su enjuiciamiento y de cómo hoy lo felicitan con sorna por su 83 cumpleaños en las páginas web de Facebook y Twitter, dos de las principales armas de la revolución egipcia.
Incluso quienes fueran sus mayores enemigos, los proscritos Hermanos Musulmanes, campan ahora a sus anchas por la arena política del país.
En la víspera de su cumpleaños, Ahmad al Tayeb, jeque de Al Azhar, la institución religiosa más prestigiosa del país, y que durante años sirvió para avalar religiosamente las políticas del régimen, se reunía con el máximo dirigente de los Hermanos, Momahed Badia, por primera vez en más de medio siglo.
Pero además, muchos de los fracasos políticos del expresidente se han tornado, tras su marcha, en éxitos de la diplomacia del Egipto post-Mubarak.
Así, los países de la cuenca del Nilo, que empezaban a rechazar el papel de El Cairo como garante del agua de la gran arteria africana, han aceptado negociar con las nuevas autoridades.
Pero, lo que hoy debe de afectar más al corazón cansado de Mubarak, es que coincidiendo con su aniversario, Fatah y Hamás celebraron en El Cairo la esperada reconciliación palestina, tras cuatro años de desencuentros.
Una reconciliación que, como muchos otros deseos, el expresidente, que un día prometió gobernar hasta el último latido de su corazón, nunca pudo ver concluida.
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