PUERTO PRÍNCIPE. AFP. Hace casi cuatro años que Widlène Gabriel, una niña de ocho años, vive con sus padres en un campo de desplazados por el devastador sismo de enero de 2010, que dejó más de 200.000 muertos y 1,5 millón de personas sin techo en Haití.
Un poco más de 170.000 haitianos siguen viviendo en campamentos, en condiciones muy precarias y a veces con la amenaza de ser expulsados, como les pasa a los ocupantes del terreno privado donde vive la pequeña Widlène bajo una carpa al borde de una avenida que une Puerto Príncipe con Pétion-ville, un suburbio situado al este de la capital.
“El techo de mi casa cayó sobre nuestras cabezas. A mí no me pasó nada, pero dejamos las ruinas de la casa y nos vinimos aquí”, recuerda con los pies descalzos en medio del polvo. Widlène nunca fue a la escuela y pasa sus días contemplando los vehículos que aceleran sobre la avenida de Canapé-vert.
“Aquí todos los niños están en la misma situación. Todos los días son parecidos para ellos. De hecho, vivimos todos sin esperanza y nos sentimos abandonados”, agrega Manette Nazius, madre de seis niños.
“Bendito sea el Eterno, bendito sea el Eterno”, corea un grupo de mujeres reunidas bajo la carpa n°15, que funge de iglesia a la entrada del campo. No son más de una decena las que repiten los versículos bíblicos.
El pastor, un hombre de más de 60 años, está de pie a la entrada, pero los fieles son reticentes a entrar. “Los apoyamos con oraciones. Son gente abandonada por las autoridades. No tienen nada. Pero Dios no castiga dos veces”, afirma el pastor Pierre.
Esto no impide que los jóvenes que viven en estos campos de desplazados se sientan desesperanzados y desamparados.
“No hay vida”
A partir de 2011 el gobierno logró realojar a más de 60.000 familias y recuperar lugares públicos con subvenciones a los alquileres o refugios provisorios, pero 171.974 personas aún viven en 306 campos, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
“Aquí no se nos ofrece ninguna alternativa”, alegan los residentes del campo de Canapé-vert. Bladimir y Fénol, treintañeros, viven allí de oficios varios. “Vivimos como hermanos y hermanas. Nos ayudamos mutuamente, pero no esperamos nada del gobierno”, dice Bladimir Eliancy, mecánico.
El sentimiento es idéntico en el “Campo de la embajada de Italia”, un grupo de carpas descoloridas, levantadas sobre una antigua propiedad de la misión diplomática italiana. “Las autoridades nos olvidaron y las organizaciones internacionales ya no vienen”, asegura Donald Duvert.
“A veces nos invade un sentimiento de ira. Sin embargo, como somos buenos ciudadanos, no salimos a la calle a atacar a los pudientes. Miren cómo vivimos aquí”, afirma mientras señala las carpas que sirven de vivienda a 150 familias en ese campo de desplazados.
“Antes la vida era difícil para nosotros. Ahora no hay vida. Sólo Dios sabe cuándo saldremos de esto… o los que deciden”, agrega Jospeh Gino, quien se pone a la sombra de un mango para protegerse del sol.
“A esta hora del día nadie puede quedarse dentro de las carpas. Los niños sufren el calor bajo los toldos”, dice una mujer que muestra a su hijo de casi 4 años, nacido en el campo. “Este niño nunca durmió en una cama ni en una verdadera habitación”, se lamenta un hombre.
Lejos de resignarse, Fabienne, de 18 años, se aferra a sus estudios. “Voy un poco atrasada, pero es la única salida que tengo”, concluye.DE AFP
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