viernes, 6 de junio de 2014

Partiendo de un ananás o piña

 (EFE)
Madrid
Quien se limite a hojear los libros clásicos de los cronistas de Indias, escritos más o menos sobre el terreno e “in illo tempore”, difícilmente se harán una idea cabal de los animales y vegetales que se encontraron a su llegada al Nuevo Mundo.
En efecto, los cronistas de Indias, al llegar a estas descripciones, se ven obligados a relacionar los animales y plantas americanos con los existentes en la Europa del XVI, apelando al socorrido “es algo que se parece a...”     Una de las más deliciosas frutas que españoles y portugueses, parece ser que más estos que aquellos, encontraron en el continente americano tenía un aspecto externo que podía recordar al fruto del pino. La piña. Una piña, eso sí, cerrada y sin piñones.
A los españoles les valió: la llamaron piña. Fue llamada, para distinguirla de la otra, “piña americana” y “piña tropical”. Hoy nadie le llama así: es piña, y de la que nadie se acuerda es de la otra, que ya apenas se usa más que como motivo decorativo: nadie enciende ya el hogar con piñas de pino.
A los ingleses también les valió: su pineaple se quedó para siempre. Manzana-piña. Es curioso: los franceses, que llamaron manzana a casi todo lo que vino del Nuevo Mundo (la papa, pomme de terre, el tomate, pomme d’amour) adoptaron el nombre, digamos, original: ananás. Los franceses, los alemanes, los holandeses, los italianos, aunque estos últimos le cambiaron la acentuación e hicieron la palabra esdrújula: suena “ánanas”.
Al parecer, se trata de la adaptación al portugués, tal vez añadiéndole el artículo determinado femenino a (la), del quechua nana, que parece significar, en origen, perfume. Y otra cosa no tendrá el ananás, pero perfume, un rato. Y mejor que cualquier creación del mejor perfumista.
Gracias a la industria, la piña se expandió por el mundo. En rodajas, bañadas en almíbar y enlatadas. Tiempos en los que, fuera de las zonas de producción, era prácticamente imposible agenciarse piñas en su perfecto estado de consumo, y los transportes transatlánticos eran demasiado lentos.
Ananás. Vale ananá, pero me gusta mucho menos, no sé por qué. La verdad es que en España ananás es una palabra reservada a los crucigramas. Pero se consume, y mucho. Eso sí, con una falta absoluta de imaginación.
No es nuestro caso. En casa tenemos la idea, que seguramente muchos considerarán errónea, de que hay unas cuantas frutas que mejoran bastante al cocinarlas. Si yo hubiera sido la madrastra de Blancanieves, no la hubiera tentado con una vulgar golden, sino con una tarta Tatin, un Apfelstrudel, una apple pie al mejor estilo anglosajón.
En cuanto al ananás, vamos a trabajar con él. Otro día estudiaremos sus magníficas posibilidades en platos salados, sobre todo con cerdo. Hoy, un postre. Corten el ananás en dados, a poder ser todos del mismo tamaño. Reserven los recortes, y pásenlos por la licuadora. Pongan los dados de fruta en una cazuela, con una vaina de vainilla y chorrito de un buen y aromático ron moreno. Dejen que se evapore el alcohol. Si son muy golosos, añadan una cucharadita de azúcar. Dejen que el conjunto cueza no más de cinco minutos.
En casa lo tomamos tibio, con un poco de helado de vainilla o, si hubo ganas de hacerlo, del propio ananás. Buenísimo. Otra opción, esta en frío: espolvorear sobre la fruta azúcar moreno y, con un soplete de cocina, quemarlo hasta caramelizarlo. Delicioso contraste de sabores, aromas y texturas.
Creo que si le hubieran presentado así el ananás al emperador Carlos habría hecho algo más que probarlo. Pero el muy cateto se negó a probar el ananás; tenía miedo de envenenarse. 

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