Lo que nos narra con lujo de detalles el británico Steve McQueen en “12 years a slave” es, a pesar de su crudeza, a pesar de que lo que se cuenta sucedió en verdad de 1951 en adelante, pueden afirmarlo, es apenas un botón de muestra de lo sucedido durante los siglos XVIII y XIX, no solamente en Estados Unidos sino en toda América.
Con toda razón, McQueen, que es negro y evidentemente siente lo que dice y lo que ha hecho, refiere que sobre el Holocausto se han realizado docenas de películas de ficción y documentales, pero, sobre lo sucedido con la esclavitud negra en la época señalada es muy posible que se puedan contar con los dedos de las manos, posiblemente se pueda incluir un pie.
Pero, entrando ya de lleno en lo que es este film, podemos asegurar que nos impresionó, que nos mantuvo clavados en la butaca durante esos 134 minutos, pero no única y exclusivamente por su contenido, por el horror recurrente que enfrentamos de principio a fin, sino por su soberbia estructura cinematográfica.
Porque es un relato que no decae un segundo a pesar de su larga duración, porque se percibe con claridad que hay una mano segura y experta llevando los términos de la edición, Joe Walker, pero sabiendo, intuyendo que es el mismo McQueen quien lleva las riendas del poder, porque es él quien lleva la acción, es él quien nos sumerge en el horror, quien nos hace sentir el escalofrío de simplemente pensar que todo eso que vemos sucedió en realidad, que esos señores esclavistas allá y por estos lados sentían realmente que eran dueños absolutos de esos seres humanos y lo hacían, allá en nombre de su Dios protestante, en la América Latina en nombre de su Dios católico, o sea, que la única diferencia consistía en una delgada línea de creencias, pero todos aplicaban el mismo rigor, la misma escandalosa, horripilante capacidad para humillar, maltratar, apalear y, finalmente, disponer de la vida de esos seres a quienes no consideraban iguales sino más bien simples animales sin derecho alguno.
Sean Bobbitt nos hace sentir la dureza de la historia a través de sus tomas fotográficas; sus campos, sus paisajes, son los escenarios del tormento cotidiano, son el panorama dispuesto para el crimen: sus enfoques nos llevan a la sangre, a la muerte, a la desolación, a la carencia absoluta de esperanza.
Y si es regia la labor en las imágenes, sugestiva, más que adecuada, brillante es la partitura de Hans Zimmer, a ratos casi inescuchable, apagada, sombría, sin abundar, sin sobresalir, justo en los momentos más necesarios.
Y de la dirección de todos esos elementos pasamos entonces a un aspecto clave: una historia de tal naturaleza no puede llegar a su justa culminación si no posee un elenco a su altura y, como en “American Hustle”, aquí se lucen todos y grandemente: Chiwetel Ejiofor, grande en su dolor y esperanza, como Solomon, Michael Fassbender, como Epps, de cuyo rostro resbala la sevicia envuelta en la hipocresía religiosa, Paul Dano, Tibeats, excelso en sus breves minutos, lo mismo que Lupita Nyong’o, Patsey; la breve aparición de Brad Pitt, quien olvida su fama de galán en su rol de Bass.
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