A través de la transparencia de los cristales del coche, donde la ventilación encanta y el silencio consuela, se avistan las figuras de unos incautos pequeños, flácidos y hambrientos, que se mueven presurosos alrededor de los vehículos.
Ágiles y saltones, con una mezcla de agua y detergente en botellitas de plástico, un trapo viejo y mugriento, una esponja, algunos con “brazos” limpiaparabrisas, estos niños se abalanzan frente a los autos a la señal del cambio a luz roja, estirándose a distancia para arrojar, como relámpago, su líquido encima de los cristales.
Esto ocurre todos los días en las descapotadas vías de Santo Domingo. A cualquier hora, en cada confluencia de calles o avenidas u otro trecho vial de la ciudad.
Se buscan unas pocas monedas, comida, ropa, lo que esté disponible en pago a su “servicio”, siempre con la misma suplica: “Dé algo, lo que sea, no he comido nada”.
¿Por qué estás aquí, en la calle? ¿Por qué no estás en la escuela?, dos preguntas directas para “Randy” (nombre ficticio), un pequeño de 10 años que, sin darme tiempo a un “no”, lanzó un trozo de franela empapada de jabón sobre el cristal de mi Matrix, en una intersección a lo largo de la 27 de Febrero.Dando saltitos para alcanzar el centro del parabrisas, se tomó pocos segundos, y como no queriendo dejar estas preguntas al aire, dejó rodar esta pregunta, que involucró a la vez su respuesta: ¿Y cómo, señor?
Conocidos como “limpios vidrios”, estos son chicos que recién han irrumpido, arrastrando su inocencia, en un quehacer del que cientos de jóvenes sobreviven a las penurias económicas de sus familias.
Están ahí, a vista de todos, incluyendo de la autoridad de tránsito, exponiendo sus vidas, soportando vejámenes y maldiciones de algunos conductores.
Insultados y tantas veces despreciados, a lo largo de calles y avenidas de la capital, apretadas por un tráfico asfixiante, el sufrimiento de estos ingenuos empieza con el amanecer de cada día, desafiando un ambiente descobijado y hostil del que sólo huyen por la venida del toque de queda.
Cada día aumenta su presencia en las calles, unos espacios llenos de riesgos, donde tienen que toparse con individuos que aprovechan esos tramos viales para matar, asaltar, amenazar y agredir.
Saben que gente muere y se enferma de un virus tan destructivo como el Covid-19, pero pocos usan mascarillas ni se distancian entre ellos. Tocan cualquier cosa y comen “a mano pelada” trozos de pan, fritos, dulces, un bocado de comida compartido en grupo, intercambian jugos, y con frecuencia lamen sus dedos aceitados o con residuos de alimentos, exponiéndose al peligro de un contagio.
Mientras tanto, no hay señales de plan alguno para acabar con este drama que coloca a estos menores en un escenario ideal para danos irreparables a su integridad física y mental, debido a la cercanía con una legión de vagabundos y malhechores, responsables del estado de inseguridad que viven las comunidades.
Poco a poco, estos chicos errantes van cotejando el camino que podría llevarles a un final del que ahora nada les importa.
Su vida es ahora. Para ellos, mañana es igual a pompas de jabón, como los globitos cristalinos que surgen al agitar los recipientes para limpiar vidrios, su medio para comprar el bocado que calmará su hambre, al menos por algunas horas. Esos niños, de los que hasta ahora no hay cifras confiables sobre cuántos deambulan por las calles de Santo Domingo en estas faenas de poca gracia, son víctimas de situaciones complicadas en sus familias, una variedad de circunstancias que podrían abarcar desde desempleo familiar, abandono de sus padres, falta de hogar seguro, maltrato físico. ¿Quién irá por su rescate?
TEMOR
Sufren hambre.
Poco a poco, estos chicos errabundos van cotejando el camino que podría llevarles a un final del que ahora nada les importa. Ellos necesitan de comer, y eso están buscando, pero en unas calles llenas de peligros.
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