Venise Felizor yacía en un colchón en una bodega convertida en refugio en una tarde calurosa con su hijo Wesly, de 20 meses, en brazos. El pequeño tosía y lloraba después de sufrir de diarrea durante días.
Oriundos de Haití, Venise y su pareja, Nesly Simeon, llegaron recientemente a esta pequeña aldea panameña después de caminar durante seis días por la tupida jungla del Darién, en la frontera con Colombia, donde hombres armados robaron la mochila de él con 1.000 dólares que había ahorrado durante su permanencia de más de dos años en Chile y violaron a tres mujeres que venían en su grupo. Antes realizaron un largo recorrido en transporte por Perú, Ecuador y Colombia.
“El viaje por la selva fue muy duro”, aseguró Venise, de 26 años. “Fue muy peligroso el camino, pensé que iba a perder a mi hijo; vi escenas de muerte”.
Las autoridades migratorias y la policía de fronteras de Panamá luchan para atender el más reciente oleaje de migrantes que arriesgan sus vidas al internarse por el llamado “Tapón” del Darién, un tramo de selva sin carreteras ni ley considerado el más peligroso para estos extranjeros que se dirigen desde Sudamérica hacia el norte, principalmente a Estados Unidos y Canadá.
Esta es la mayor crisis migratoria que Panamá ha enfrentado desde 2015-2016, cuando alrededor de 60.000 personas --mayormente de Cuba y Haití-- provocaron un posterior cierre temporal de las fronteras de Panamá, Costa Rica y Nicaragua.
Según el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (Senafront), 7.316 migrantes han cruzado desde el primero de enero hasta la tercera semana de abril. Generalmente el mayor flujo tiene lugar en la temporada seca, que se extiende |entre diciembre y abril, pero al ritmo en que va podría superar los 9.678 que se registraron el año pasado. De hecho, ya rebasó las cifras de 2017, cuando cruzaron 6.446.
Los migrantes dicen huir de la pobreza, la discriminación, los conflictos políticos, la guerra y la violencia.
“Lo que está sucediendo en la frontera colombo-panameña es un reflejo de lo que está pasando a nivel internacional”, dijo la investigadora en derechos humanos y asuntos migratorios de la Universidad Católica de Colombia, Johanna Fernanda Navas. “Es una búsqueda de esperanza, de oportunidades, de bienestar, del mínimo vital que no está pudiendo ser cumplido en el Estado de procedencia”.
La mayoría de estos migrantes vienen de Haití y Cuba, otros pocos de naciones africanas como Camerún o la República Democrática del Congo, y unos más del sur de Asia, entre ellos, India, Bangladesh y Sri Lanka.
Los cubanos han volado por años a Ecuador para comenzar su viaje, aunque recientemente muchos han optado por rutas abreviadas que comienzan en Panamá o Nicaragua.
Los haitianos optaron por llegar a Sudamérica tras el terremoto de 2010 y más recientemente porque el trabajo se redujo drásticamente en su país. Muchos marcharon a Brasil para la época de las construcciones de las grandes infraestructuras deportivas para las Olimpiadas de 2016 y el Mundial de Fútbol de 2014 en esa nación. Otros --como Venise y Nesly-- llegaron hasta Chile durante el gobierno de la expresidenta Michelle Bachelett (2014-2018), pero con la llegada de Sebastián Piñera y el incremento de los controles migratorios, se vieron obligados a salir.
Venise y Nesly dijeron que el dinero no les alcanzaba y se sentían discriminados mientras vivieron en territorio chileno.
Los migrantes africanos y asiáticos tienden a llegar en barco o por aire a Brasil, cruzando el Amazonas hacia Perú y girando luego al norte a través de Ecuador y Colombia, donde contratan a contrabandistas para que los guíen por la jungla del Darién. En la mayoría de los casos son abandonados durante la travesía.
“Nuestra selva es una selva mala, la selva más grande después de la selva del Brasil, una de las selvas más peligrosas”, dijo el comisionado José Samaniego, jefe de la Primera Brigada Oriental del Senafront en Metetí, Darién. “Es bastante peligrosa esa travesía, (con) personas inescrupulosas, coyotes, los guían por esta selva y los abandonan a su suerte”.DE AP
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