Los niños salieron con la esperanza de ganar suficiente como para mantener a sus hermanos y padres. Los adultos jóvenes que habían hecho sacrificios para ir la universidad, pensando que les llevaría al éxito, abandonaron su país desilusionados. Un hombre que ya trabajaba en Estados Unidos y regresó para visitar a su esposa y a sus hijos decidió llevarse a un primo con él de vuelta a Estados Unidos.
Cuando las familias de 67 personas hacinadas en un camión y abandonadas el lunes en Texas empezaron a confirmar sus peores temores y a hablar de sus parientes, una historia común de búsqueda de una vida mejor cobró forma desde Honduras hasta México.
Para el miércoles habían muerto 53 de los migrantes abandonados bajo un calor abrasador a las afueras de San Antonio, y otros seguían hospitalizados. El laborioso proceso de identificación seguía en marcha, pero las familias ya confirmaban sus pérdidas.
Entre los muertos había 27 mexicanos, 14 hondureños, siete guatemaltecos y dos salvadoreños, indicó Francisco Garduño, jefe del Instituto Nacional mexicano de Migración.
Todos pusieron sus vidas en manos de contrabandistas. Las noticias sobre el remolque lleno de cadáveres horrorizaron a ciudades y poblados acostumbrados a ver cómo los jóvenes se marchan para huir de la pobreza o la violencia en Centroamérica y México.
En Las Vegas, Honduras, una localidad de unas 10,000 personas situada 50 millas al sur de San Pedro Sula, Alejandro Miguel Andino Caballero, de 23 años, y Margie Tamara Paz Grajeda, de 24, creían que el título de él en marketing y el de ella en económicas les abriría la puerta a la estabilidad económica.
Los jóvenes, que eran pareja desde hacía casi una década, pasaron los últimos años aplicando a empleos en empresas. Pero una y otra vez se veían rechazados.
Llegó la pandemia, varios huracanes devastaron el norte del país y ellos se vieron cada vez más desencantados.
De modo que cuando un pariente de Andino Caballero que vivía en Estados Unidos se ofreció a ayudarles a él y su hermano menor, Fernando José Redondo Caballero, de 18 años, a financiar el viaje al norte, estaban listos para marchase.
“Se supone que cuando las personas tienen un grado académico más alto, deberían obtener más oportunidades de empleo. Porque para eso se esfuerzan, estudian”, dijo Karen Caballero, la madre de los hermanos.
Ella no se vio capaz de retenerles más tiempo, igual que a Paz Grajeda, que vivía con Alejandro en casa de su madre y a quien Caballero consideraba como su nuera, aunque no se habían casado.
“Lo planeamos todos como familia para que ellos pudieran tener una vida diferente, para que lograran metas, sueños”, explicó la mujer.
Cuando salieron de Las Vegas el 4 de junio, Caballero les acompañó a Guatemala. Desde allí, los tres jóvenes fueron conducidos de forma ilegal a través de Guatemala y después México en la parte trasera de varios camiones.
“Yo creí que las cosas iban a salir bien. Quien si se mostró un poco temeroso fue Alejandro Miguel, me dijo ‘Mamá, si nos pasa algo’. Y yo le dije ‘nada va a pasar, nada va a pasar. Usted no es el primero ni el último ser humano que viaja para Estados Unidos’”.
Caballero habló por última vez con ellos el sábado por la mañana. Le dijeron que habían cruzado el Río Bravo en Roma, Texas, se dirigían a Laredo y esperaban salir el lunes hacia el norte con dirección a Houston.
El lunes acababa de llegar a casa cuando alguien le dijo que encendiera el televisor. “Me costó procesar”, dijo, cuando vio el reporte sobre el camión en San Antonio. “De ahí recordé cómo había sido la manera de viajar de mis hijos, que habían ido en camión desde Guatemala y todo el trayecto de México”.
Caballero pudo confirmar sus muertes el martes tras enviar sus datos y fotografías a San Antonio.
Alejandro Miguel era creativo, jovial, conocido por abrazar a todo el mundo y ser un buen bailarín. Fernando José era entusiasta y noble, dispuesto a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Imitaba a su hermano mayor en todo, desde su corte de pelo a su ropa. Les encantaba el fútbol, y llenaban de gritos la casa de su madre.
La pérdida de sus hijos y de Paz Grajeda, que era como una hija, es devastadora. “Mis hijos dejan un vacío en mi corazón”, dijo. “Los vamos a extrañar mucho”.
Casi a 400 millas de distancia, las opciones de Wilmer Tulul y Pascual Melvin Guachiac, primos de 13 años de Tzucubal, Guatemala, eran considerablemente más escasas.
Tzucubal es una comunidad indígena quiché de unas 1,500 personas en las montañas casi 100 millas al noroeste de la capital, donde la mayoría vive por agricultura de subsistencia.
“Mamá, ya estamos saliendo”, fue el último mensaje que Wilmer envió a su madre, Magdalena Tepaz, en su quiché nativo el lunes. Habían salido de casa el 14 de junio.
Horas después de oír ese mensaje de voz, un vecino dijo a la familia que había habido un accidente en San Antonio y temían lo peor, explicó Tepaz a través de un traductor.
Los chicos habían crecido como amigos y lo hacían todo juntos: jugar, salir, incluso planear el viaje a Estados Unidos a pesar de que no hablaban bien español, dijo la madre de Melvin, María Sipac Coj.
Sipac, madre soltera con dos hijos, dijo que Melvin “quería estudiar en los Estados Unidos, luego trabajar y después hacer mi casa”. El lunes recibió un mensaje de voz de su hijo diciendo que estaban saliendo. Lo ha borrado porque ya no podía soportar escucharlo más.
Parientes que organizaron y pagaron al contrabandista esperaban a los chicos en Houston. Esos familiares le dijeron a Sipac que los niños habían muerto, y el gobierno guatemalteco se lo confirmó el miércoles.
El padre de Wilmer, Manuel de Jesús Tulul, no podía dejar de llorar el miércoles. Dijo que no tenía ni idea de cómo llegarían los chicos a Houston, pero nunca había imaginado que los meterían en un camión. Su hijo había abandonado la escuela tras la primaria y trabajaba con él desmontando terreno para cultivos.
Tulul dijo que Wilmer no veía un futuro para él en una localidad donde se construían casas humildes con remesas enviadas desde Estados Unidos. Quería ayudar a mantener a sus tres hermanos y tener su propia casa y un terreno algún día.
El contrabandista cobraba 6,000 dólares, de los que habían pagado en torno a la mitad. Ahora Tulul sólo podía pensar en recuperar el cuerpo de su hijo y confiar en que el gobierno cubriera el gasto.
En México, los primos Javier Flores López y José Luis Vásquez Guzmán también salieron de la pequeña población de Cerro Verde, en el estado sureño de Oaxaca, con la esperanza de ayudar a sus familias. Se dirigían a Ohio, donde esperaban empleos en la construcción y otros sectores.
Ahora Flores López está desaparecido, dijo su familia, mientras que Vásquez Guzmán está hospitalizado en San Antonio.
Cerro Verde es una comunidad de unas 60 personas prácticamente abandonada por los jóvenes. Los que quedan consiguen escasos ingresos tejiendo sombreros, felpudos, escobas y otros objetos con hojas de palma. Muchos viven con apenas 30 pesos (menos de dos dólares) al día.
No era el primer viaje a la frontera entre México y Estados Unidos para Flores López, en la mitad de la treintena, y que había salido de Cerro Verde años antes para viajar a Ohio, donde viven su padre y un hermano.
Había regresado para una breve visita a su esposa y sus tres hijos pequeños explicó un primo, Francisco López Hernández. Vásquez Guzmán, de 32 años, decidió ir con su primo para su primer viaje al otro lado de la frontera y esperaba reunirse con su hermano, que también está en Ohio.
Aunque todo el mundo conocía los riesgos, mucha gente de Cerro Verde había llegado a salvo al otro lado de la frontera entre México y Estados Unidos con ayuda de contrabandistas, así que la noticia fue una conmoción, dijo López Hernández. La familia cree que Flores López también estaba en el camión, pero aún espera una confirmación.
La madre de Vásquez Guzmán iba a solicitar una visa para visitar a su hijo hospitalizado, pero el miércoles salió de cuidados intensivos y pudo hablar con ella por teléfono. Ella decidió quedarse en México y esperar su recuperación, dijo Aida Ruiz, directora del Instituto Oaxaqueño de Atención al Migrante.
López Hernández dijo que la mayoría de la gente recurre a los que ya han llegado a Estados Unidos para que les manden dinero para el viaje, que suele costar unos 9,000 dólares.
“Son muchos riesgos. Los que sí tienen la suerte, la fortuna de llegar allá, (pueden) trabajar, hacerse de sus bienes”, dijo. DE AP
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