En una reunión de amigos, celebrada en el residencial Los Prados, unas cuatro semanas antes de que Antonio Guzmán tomase posesión de la presidencia de la República, varias personalidades, entre las cuales se encontraban ejecutivos periodísticos, reconocidos intelectuales vinculados primero al trujillato y luego al periodo de los doce años de Balaguer, así como reputados profesionales del Derecho, hacían mofas del que sería en pocos días el hombre que conduciría desde el Palacio Nacional la nueva realidad política y económica de República Dominicana.
El grupo reflejaba, en conciliábulo íntimo, la pesadumbre y la inseguridad que le producía el ascenso a la primera posición pública del país de un hombre cuyas únicas trazas de dirigente -según afirmaban- eran las de conducir con relativo éxito sus haciendas ganaderas y sus fincas agrícolas.
A pesar de que Antonio Guzmán había sido propuesto formalmente como presidente de la República en las negociaciones que condujeron a la conclusión de la guerra de Abril de 1965, aquella escogencia frustrada de su nombre estuvo más bien motivada en el interés de entregar la dirección provisional de la nación a un militante perredeísta que, como su caso, no tuviese pintas de izquierda y representase, a su vez, a un sector económico poderoso como el de Santiago, ciudad tradicionalmente ajena a las disputas partidarias y a las obnubilantes tretas de las ideologías de la época. Guzmán parecía entonces el más ideal para terminar el conflicto con un perredeísta que heredara a Bosch y que, al mismo tiempo, no significase ningún temor para los sectores que adversaban a la revolución.
Cuando se arribó a 1977 y la estrategia del PRD, dirigida por Peña Gómez, estaba impulsando sus claves, Guzmán, anteriormente timorato y cauto para pastorear masas y hacer de líder en tarea tan difícil como la de la política, había superado su aparente ingenuidad en este terreno y estaba decidido a llevar su aspiración presidencial hasta las últimas consecuencias. Guzmán había ido conformando su propio grupo de dirigentes y estableciendo un núcleo direccional fuerte, compuesto por dirigentes perredeístas de reconocida capacidad organizativa y cuadros políticos de enorme incidencia provincial. Sin educación política formal, sin títulos académicos, flojo en la tribuna y lento en el enjuiciamiento cuando era abordado por los periodistas, Guzmán era, sin embargo, un hombre hecho al mejor estilo del clásico habitante de la ruralía cibaeña: firme en su trato con los demás, vertical en su conducta, invariable en sus principios y tenaz en la consecución de sus objetivos.
Para varios de los contertulios presentes en la reunión antes citada, el perredeísmo había sido el leit motiv que impulsaba muchas de sus actuaciones públicas. Varios habían enfrentado a Bosch durante su gobierno de siete meses en 1963 y habían terminado apoyando el golpe que lo sacó del poder en septiembre de ese año. No lograban pues aceptar a Guzmán. Empero, aquel hombre iba a dirigir los destinos de la República en breves días, y para aquella claque con pretensiones oligárquicas, aquel absurdo sería sin dudas un trago amargo que deberían apurar sin más remilgos que los de la burla de aposento.
Guzmán, mientras tanto, había comenzado a ensayar su nueva posición. Como su residencia familiar estaba ubicada en la ciudad de Santiago, se vio precisado a establecerse provisionalmente en casa de un hermano en el sector capitalino de Los Prados (donde a pocas cuadras había tenido lugar la cita del grupo ya mencionado) por donde comenzaron a desfilar, previas citas, comisiones de industriales, profesionales, empresarios y dirigentes de diferentes sectores del espectro social del país, para testimoniarle el reconocimiento a que era acreedor por la alta investidura que estaba a punto de recibir con el mayoritario beneplácito popular. (Quien suscribe fue uno de los que pasaron por esa casa a visitar al recién electo presidente, junto a una comisión presidida por don Antonio Rosario y compuesta, entre otros, por los doctores Emmanuel Esquea Guerrero, Raúl Reyes Vázquez, Julio Manuel Rodríguez Grullón, Angel Rafael Caputo, entre otros).
Por allí llegaron también muchos de los que votaron en su contra y luego estimaron como un serio revés su triunfo frente al presidente Balaguer. No eran balagueristas propiamente hablando los que así pensaban, sino personeros discretos de una rancia logia de opositores al perredeísmo que no parecían entusiasmados con el "cambio". De este sector, estratificado en diversas ramas y con distintos liderazgos, nació la especie que, a la larga, fue creando disensiones profundas a lo interno del PRD y acabó agrietando las relaciones políticas y personales entre el candidato triunfante y el estratega y real líder de la organización. Ante la imposibilidad de impedir el ascenso de Guzmán, se ofertó la nota de que, frente a un presidente sin aptitudes reconocidas, el verdadero conductor lo sería el doctor Peña Gómez, dada la habilidad política de este y la sonoridad y gravedad de su discurso. Prontamente, Guzmán y sus familiares más cercanos cayeron en la trampa, asediados por la oportunidad del mando y prejuiciados con la inseguridad que mostraban algunos sectores influyentes en respaldar al nuevo gobierno. La treta continuó su curso repulsivo y, más tarde, alentada por coyunturas objetivas y específicas, logró finalmente dividir la poderosa maquinaria política del perredeísmo, que tardaría ocho años, a partir de 1978, en desmoronarse y dar paso, de modo sorpresivo, a un regreso al poder de Joaquín Balaguer. La constante histórica de la división perredeísta -manifestada desde sus propios orígenes en la Habana de 1939- seguía, como hasta hoy, su agitado curso.
Hábilmente, Guzmán forjó las primeras conquistas de su mandato, elevando enormemente su popularidad en las primeras semanas de su ejercicio gubernativo. Adoptó un firme estilo de mando que impuso respeto a su autoridad, dejando sentadas bien claras sus intenciones de gobernar sin la presión partidaria y sin el sostén de armaduras que pudiesen resultar pesadas para la andadura de su gobierno. Satisfizo las aspiraciones de aquellos que, al darle su voto, expresaron su esperanza de que se produjese un cambio real en la estructura militar y en el ordenamiento estructural del gobierno. En cambio, a medida que las presiones económicas y las celadas coyunturales apretaron sus mejores intenciones, Guzmán se vio precisado a tomar medidas que resultaban disonantes con el populismo genesíaco de su régimen, mientras evidentes muestras de ineptitud política minaban el entorno de su realización gubernamental.
Cuando cumplió un año de gobierno el descenso de su popularidad era tan notorio que algunas encuestas lo situaban en apenas un 24%, porcentaje que movía a preocupación a la dirección perredeísta que, desde ya, comenzaba a reanimar la estrategia de las "tendencias" para crear un nuevo espacio de esperanza a sus militantes no guzmanistas y a los partidarios del cambio. (Se hizo popular entonces un merengue interpretado por Fernandito Villalona cuyo estribillo rezaba: "Si siguen apretando la tuerca, se puede correr la rosca", mientras el merenguero, de filiación balaguerista, exclamaba -en clara alusión al gobernante- "¿Qué pasa Mano de Piedra?", mote que los partidarios de Guzmán acuñaron para celebrar sus primeras medidas pasando a retiro a varios de los jerarcas militares del reformismo, recreando los triunfos del entonces campeón de boxeo panameño Roberto -Mano de Piedra- Durán).
Próximo: "El final de Mi Gobierno".
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Hábilmente, Guzmán forjó las primeras conquistas de su mandato, elevando enormemente su popularidad en las primeras semanas de su ejercicio gubernativo. Adoptó un firme estilo de mando que impuso respeto a su autoridad, dejando sentadas bien claras sus intenciones de gobernar sin la presión partidaria y sin el sostén de armaduras que pudiesen resultar pesadas para la andadura de su gobierno.
Satisfizo las aspiraciones de aquellos que, al darle su voto, expresaron su esperanza de que se produjese un cambio real en la estructura militar y en el ordenamiento estructural del gobierno. FUENTE DIARIO LIBRE
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